Esfuerzo al servicio de la excelencia o realización personal

El esfuerzo, si brota del corazón de la persona y se hace con amor, se convierte en un trabajo fructífero que redunda en la perfección propia y contribuye a la de los demás –a la excelencia.

La semilla crece sola si recibe el alimento y el calor de la tierra. El pajarito recién salido del cascarón trata de imitar el vuelo de sus progenitores y agita sin cesar sus alitas hasta que se hacen fuertes para volar. Para el cachorro que aún se alimenta de la leche materna es apenas cuestión de horas imitar lo que hacen los animales adultos. Todos aspiran a crecer, a desplegar al máximo lo que son. Eso es propio del ser vivo: crecer, perfeccionarse.

También nosotros aspiramos a crecer y lograr así la plenitud humana, la excelencia. Ya sabemos que no la lograremos solos, sino que necesitamos de otros, y sobre todo, del Otro, en quien confiar. Pero sabemos además que hay que poner de nuestra parte y trabajar para lograrlo, pues, aunque a veces nos cueste, exige disponer nuestras potencialidades para su desarrollo. Quien no trabaja termina atrofiándose. ¿Qué diríamos del tenista que se queja por su derrota si no entrenó lo suficiente? ¿O del analista que no identificó los elementos de riesgo de una operación importante porque sólo la miró por encima? ¿O del estudiante que flojea y reprueba varios ramos? ¿O del profesor al que no entienden sus alumnos al explicar una materia porque no dedicó tiempo a preparársela bien?

Detrás de la excelencia personal se esconde un esfuerzo. Un ideal noble, por muy noble que sea, no nos exime de trabajar. Igual que la brújula, que orienta hacia la meta, tampoco nos dispensa de remar. No basta saber lo que quiero, tengo que quererlo poniendo los medios necesarios. Y cuanto más me entusiasme con lo que quiero, más pondré de mi parte y, por tanto, seré más creativo. Por eso santa Teresa de Ávila decía “que el amor hace tener por descanso el trabajo” (Exclamaciones 2). Amar lo que se hace –como virtud de la diligencia- es condición para hacerlo bien y con presteza, así como para superar las dificultades que se presenten –no sólo las externas sino también las internas. Una de las más comunes es la flojera, pereza, que no es más que “ocio” mal entendido. Este vicio, según santo Tomás, nos hace rehuir una acción cuando es laboriosa y ejecutarla con desgana y demora. Y como no hay excelencia sin esfuerzo, hay que vencer activamente la doble pereza del no hacer nada o del rendir menos de lo que se puede. Y esta segunda, que es la “madre” de los mediocres, no es menos pereza que la primera.

Todo trabajo, sea manual o intelectual, posee una dignidad que procede de la grandeza de la persona que lo realiza. Su recompensa no es tanto la paga, sino más bien lo que nos hace llegar a ser. Y a eso apuntan las ventajas del trabajo hecho con entusiasmo: embellece nuestro carácter pues nos obliga a practicar virtudes que hacen bueno a quien las posee; también enriquece el mundo y nos permite, a nuestra escala, ser colaboradores de Dios en la obra creadora e identificarnos con Cristo, que trabajó con sus manos en un taller de aldea pero trabajó sobre todo en la obra de la redención, hasta el extremo de dar la vida por cada uno. Desde esta óptica, si se orienta el trabajo a Dios, trasciende el tiempo y tiene un valor de eternidad que redunda en un gran bien espiritual. Perder de vista el alcance cósmico del trabajo es reducirlo a logros personales que, por muy grandes que parezcan, se centran en el egoísmo individual y apenas sirven para engordar el orgullo, hasta que exploten o caigan por su propio peso. Sólo así vivido, el trabajo nos llena de alegría. Si se vive en competición con el resto produce, por el contrario, intranquilidad, desconfianza y tristeza, y en último término, dificulta esa meta de la plenitud personal en la excelencia.

Así lo ha recordado el Papa Francisco el pasado 1 de mayo: “El trabajo forma parte del plan de amor de Dios; nosotros estamos llamados a cultivar y custodiar todos los bienes de la creación, y de este modo participamos en la obra de la creación. El trabajo es un elemento fundamental para la dignidad de una persona. El trabajo, por usar una imagen, nos «unge» de dignidad, nos colma de dignidad; nos hace semejantes a Dios, que trabajó y trabaja, actúa siempre (cf. Jn 5, 17); da la capacidad de mantenerse a sí mismo, a la propia familia, y contribuir al crecimiento de la propia nación”.

Esfuerzo, pues, que se convierte en un trabajo fructífero y que redunda en la excelencia si, imbuido de amor, brota de la dignidad de la persona que se perfecciona a sí misma y contribuye a la perfección de los demás.

 

Esther Gómez

Centro de Estudios Tomistas