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Juan Carlos Onetti

Onetti, la claustrofilia y la sacralización de la mujer. Una lectura sesgada de La vida breve

Por Javier Azpeitia

Como lector, me confieso francamente desinteresado por la biografía de los autores de mis obras preferidas. Nunca he podido establecer la relación entre cierto suceso vivido por un escritor y un pasaje concreto de su obra para interpretar esta última. Hay un ejemplo clásico que alegan quienes defienden mi postura: el del filólogo que, queriendo fechar el poema Huerto deshecho de Lope, se puso a registrar los tornados que sacudieron Madrid en vida del autor. Pensaba que Lope había escrito el poema una mañana tras ver el huerto de su casa destrozado por un huracán. Pero Lope quería hablar de la muerte, simplemente, y echó mano del tópico clásico de la naturaleza sometida por el artificio humano que regresa a su estado salvaje. Da la sensación de que los estudiosos como el del cuento, al final, se quedan sin saber de qué tratan los poemas.

[Fotografía] Onetti leyendo en la cama

Onetti leyendo en la cama

Leí La vida breve por primera vez con diecisiete años. Después supe que Onetti había estado unos meses en la cárcel, y también lo de que pasaba mucho tiempo en la cama, sin levantarse. Esos datos que aparecen en cualquier biografía de Onetti me llevaron a hacer la interpretación siguiente: Brausen, protagonista y narrador de La vida breve, que se nos presenta semiencerrado en un apartamento, espiando a la vecina con la oreja pegada al tabique, como un enterrado en vida intentando escuchar ruidos fuera del ataúd, ese Brausen no podía ser sino el trasunto literario de un hombre que ha estado en la cárcel, agobiado por las paredes de una celda; un hombre que escribe o recibe a sus amigos sin levantarse nunca de la cama. No sería extraño que, dentro de unos cuantos siglos, algún crítico fechara La vida breve a partir del encarcelamiento o la postración del autor. Todo encaja, claro, excepto las fechas, que aún conservamos en la memoria. Onetti publicó La vida breve en el año 50, fue encarcelado en torno al 75 y se postró voluntariamente en la cama durante los últimos años de su vida, que terminó en el 94.

Mi error de lector joven es el mismo que el del cazador de tornados lopista. Como Lope cuando imaginaba su huerto deshecho, Onetti de lo que quiere hablar es de la muerte, y por eso enclaustra a sus personajes. No voy a descubrir ahora que La vida breve trata de la muerte, como su barroco título indica. Pero sí me gustaría hablar un poco del modo en que lo hace.

Hay varios modos, en realidad. Uno de ellos es, por ejemplo, la visión que transmiten los personajes masculinos de la obra sobre su objeto de deseo, el cuerpo de la mujer. En esta novela, Onetti compara la visión que el enamorado tiene del cuerpo de la mujer con la visión que de ese mismo objeto tiene el ginecólogo. El placer y la enfermedad se confunden en la cabeza del lector, y finalmente el deseo huye, espantado por la muerte. Cito, a partir de la edición de Argos Vergara (Barcelona, 1979):

Los ojos [del ginecólogo], mirando a Gertrudis, hartos hasta el fin de la vida de observar entrepiernas, pliegues, combas, blanduras, lugares comunes y anormalidades. Por ti cantamos, por ti luchamos. La cara colgante inclinada sobre adelantos y retrasos, el olor de la carne fresca y cocida que se alza desprendiéndose del perfume de las sales de baño o del de la colonia distribuida previamente con un solo dedo. Abrumado a veces por la involuntaria tarea de analizar el claroscuro, las formas y los detalles barrocos de lo que miraba y tratar de representarse lo que aquello había significado o podría significar para un hombre cualquiera, enamorado. [p. 18].

[Ilustración] Detalle. Estatua de Brausen.

Estatua de Brausen. Ilustración de Luis Pérez Ortiz

Brausen imagina al ginecólogo de Gertrudis contemplando profesionalmente los recovecos del cuerpo de su mujer, «el claroscuro, las formas y los detalles barrocos», y tratando de representarse, a su vez, el modo en que la miraría el propio Brausen, enamorado. El párrafo es, creo, una de las claves para comprender la obra. La sorprendente frase «Por ti clamamos, por ti luchamos» glosa la Salve, la oración a la divinidad femenina del cristianismo: «A ti clamamos los desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas». Es una invocación blasfema del cuerpo de la mujer, sacralizado primero con esa glosa y desacralizado después con la visión que de él tiene la cara «colgante» del ginecólogo. Evidentemente el adjetivo «barroco» no está ahí por casualidad. La recomendación ascética, tan traída en la literatura y el arte barrocos, de contemplar calaveras e imaginarse enfermos los bellos cuerpos de las mujeres, para desechar así el deseo y la voluptuosidad que nos acechan durante esta vida breve sin desviarnos de pensamientos más edificantes, esa recomendación, carpe diem cristiano, está en el germen de la novela.

La muerte se cuela en la vida de Brausen a través del pecho amputado de su mujer y de la cicatriz que lo evoca. Enclaustrado en su apartamento, Brausen intenta escapar por dos vías. La primera vía es plantarse al otro lado del tabique en el que se apoya el cabecero de su cama. Allí está el cabecero de la cama de su vecina la Queca, una fulana que intenta ser feliz imaginándose como conflictos amorosos las sucesivas escaramuzas con sus sucesivos y fugaces amantes. Brausen atraviesa el tabique como la Alicia de Lewis Carrol el espejo, y así, cuando cruza se encuentra «La gran cama, igual a la mía, colocada como una prolongación de la cama en que estaba durmiendo Gertrudis» [p. 53]. Para relacionarse con la Queca adopta el nombre y la personalidad violenta de Arce, pero enseguida el nuevo apartamento se convierte en una cárcel semejante a la del otro. Es, evidentemente, una vía muerta, prolongación de lo que ya había.

Brausen busca una segunda vía de escape, aparte de esta vía convencional de la amante sustituta: la de la ficción. «Tenía bajo mis manos —dice— el papel necesario para salvarme, un secante y la pluma fuente» [p. 29]. Brausen, que está intentando crear un guión de cine que le ha pedido un amigo, imagina a Elena Sala, la protagonista femenina de su ficción, con dos grandes senos intactos. Entonces crea Santa María, la ciudad de ficción en donde sitúa a esta Elena Sala, como contraste de Buenos Aires, donde vive. Si desde la ventana de su apartamento Brausen veía el río, «un río ancho, un río angosto, un río solitario y amenazante donde se apresuraban las nubes de la tormenta; un río con embarcaciones empavesadas» [p. 17], en Santa María, Díaz Grey, el personaje masculino de su guión, en el que Brausen se proyecta como alternativa a Arce, miraba el río «ni ancho ni angosto, rara vez agitado; un río con enérgicas corrientes que no se mostraban en la superficie, atravesado por pequeños botes en remo», y se habla hasta de «una costa con ombúes y sauces» [p. 19]. Brausen, en cuya vida de interiores la naturaleza es una elipsis, imagina Santa María con estos pobres elementos naturales que bastan para convertirla en locus amoenus, lugar ameno para el amor. Pero Brausen imagina a Díaz Grey como una mezcla de sí mismo y del ginecólogo de Gertrudis. Un médico de pueblo ante el que Elena Sala se desnuda simulando estar enferma, para mostrarle sus pechos, seducirlo y pedirle luego que le suministre morfina. Elena Sala le sale a Brausen enferma también. Y Díaz Grey, en vez de acariciarla, debe contentarse con ponerle inyecciones. Otra vía muerta.

Tenemos entonces a este Brausen enclaustrado ante su mujer Gertrudis, intentando huir por medio de un desdoblamiento teatral (simula ser Arce ante la Queca) y por medio de otro desdoblamiento de ficción narrativa (inventa al personaje Díaz Grey ante el personaje Elena Sala). ¿Quiénes son estas tres mujeres maduras que se sitúan al fondo del deseo de Brausen?, ¿quiénes son la amputada, la prostituta y la morfinómana?

La clave para entenderlas está, creo, en el capítulo 15, titulado de manera muy expresiva: «Pequeñas muerte y resurrección». El propio Brausen, hablando con su mujer Gertrudis, juega a hacerse el muerto sobre la cama (como aconsejan, por cierto, las preceptivas ascéticas barrocas):

Me estiré en la cama y entorné los ojos, las manos unidas sobre el pubis [...]. Si pudiera oler un perfume de flores estaría muerto; cada silencio que ella acepte no significaría mi soledad, solamente, sino también mi incapacidad de oír. Así voy a estar; así estuvieron mi padre, mi abuelo.
[p. 100].

Ese esfuerzo de Brausen por conectar con sus antepasados lo convierte en una quevediana «cúspide momentánea de bráusenes muertos» [101]. Y así analiza la escena en que se halla: el muerto Brausen sobre la cama, la mujer Gertrudis a su lado. Esa mujer... «que ahora está erguida y desbordante de cosas que me son ajenas, stabat mater, stabat mater, como ha estado siempre el vivo junto al que acaba de morir» [p. 101].

Stabat mater dolorosa es el primer verso del conocido himno latino que recuerda a la Virgen junto a la cruz. Pero la escena avanza y Gertrudis se tumba junto a Brausen, en la cama, obligándolo a resucitar, como reconoce él mismo. Y entonces Brausen le suelta a ella la frase del Cristo resucitado a la Magdalena, el Noli me tangere:

Sacudí la cabeza para despedirme de las innumerables llagas sacras, ronquidos y sudores bráusenes que me habían precedido [...].

—No me toques más —dije. [p. 102].

[Fotografía] Onetti en Montevideo, 1959.

Onetti en Montevideo, 1959

Esta Gertrudis es madre y amante, en su papel de Virgen María-María Magdalena. Mientras Brausen muere y resucita, lo abandona; la Queca muere estrangulada a manos de otro amante, Ernesto, que se anticipa en su crimen por unos minutos al propio Arce; y Elena Sala muere también, por sobredosis de morfina, en la cama en que ha ofrecido su cuerpo a Díaz Grey. La mujer madura desaparece de la vida de Brausen, que se siente reencarnado: «Yo había desaparecido el día impreciso en que concluyó mi amor por Gertrudis; subsistía en la doble vida secreta de Arce y del médico de provincias».

Huyendo de las mujeres maduras que evocan la muerte, Brausen busca su juventud. Busca a Raquel, la hermana joven de Gertrudis, para sustituirla. Pero en una visita de ella se da cuenta de que está embarazada: «Está tan vieja como Gertrudis. La barriga que le crece equivale al seno que le cortaron a su hermana» [p. 217]. Desdoblado en Arce, se une al joven asesino de la Queca, en una escapada sin sentido, hasta que llega a ingresar en su pueblo de ficción, Santa María, cuyo nombre cobra sentido en una novela en que, por medio de la repulsa y la atracción, se sacraliza la figura de la mujer. Por su parte, Díaz Grey también busca refugio en una mujer joven, la niña violinista, de la que Lagos, esposo de Elena Sala, dice: «Ella es Elena. Nada se interrumpe, nada se termina, aunque los miopes se despisten con los cambios de circunstancias y personajes» [p. 299].

Antes, Díaz Grey imaginaba a Elena Salas hablando con él como una madre:

Usted me vio desnuda, medicucho; usted debió tocarme para evitar que yo ahora sea una madre para usted. Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas. [p. 93].

Desde mi punto de vista, entonces, La vida breve es una novela sobre la muerte. Para salir de su enclaustramiento en un cuerpo maduro, Brausen sufre un proceso de pasión como el de Cristo. Simula su muerte y resurrección, simula ser Arce, inventa a Díaz Grey, y se deshace de Gertrudis, la mujer madura que vive a su lado (cuyo cuerpo enfermo evoca la muerte), y de las mujeres que la representan en su ficción vivida (la Queca junto a Arce) y en su ficción escrita (Elena Sala junto a Díaz Grey). Después Brausen, convertido en Arce y en Díaz Grey, sigue por un lado al joven asesino Ernesto, fascinado por su juventud, y busca su renovación volcando su deseo en una mujer más joven (Raquel en la realidad, la violinista en la ficción) hasta que descubre que las jóvenes no sustituyen a las mujeres que ha dejado atrás, sino que son ellas mismas. Consciente de eso, Brausen, encarnado en su personaje Díaz Grey, se aleja disfrazado en el último párrafo de la novela con la violinista, «arrastrando un poco los pies, más por felicidad que por cansancio» [p. 302].

¿Son la misma esas mujeres? ¿Son el mismo el Brausen del arranque y el Díaz Grey ridículamente disfrazado de torero del final? Sí. Atención: no deben despistarnos los cambios de circunstancias y personajes. Lo explica claramente uno de los más singulares de la novela, el obispo de la Sierra, con el que Díaz Grey y Elena Sala tienen una edificante charla:

Solo el Señor es eterno. Cada uno es, apenas, un momento eventual; y la envilecida conciencia que les permite tenerse en pie sobre la caprichosa, desmembrada y complaciente sensación que llaman pasado, que les permite tirar líneas para la esperanza, y la enmienda sobre lo que llaman tiempo y futuro sólo es, aun admitiéndola, una conciencia personal. [p. 202].

Este obispo desmonta con su hermosa teoría cualquier concepción de la individualidad, y aquí está la clave para entender la zozobra y el recorrido de Brausen.

Así leo yo la novela ahora, a los cuarenta y tres años, aunque debo reconocer que en mi juventud hice otra lectura, tan sesgada como esta, que entendía la obra como el proceso enajenador y autodestructivo del personaje y narrador Brausen... Inevitablemente, como lectores o críticos, proyectamos nuestra lectura sobre la novela, y algunas como La vida breve son especialmente receptivas a este tipo de proyecciones.

Siempre he imaginado al lopista cazador de tornados abriendo un día la puerta trasera de su casa y contemplando su huerto deshecho por la tormenta.

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