La película de Kore-Eda tiene un detonante sencillo pero muy potente: un matrimonio acomodado de Tokio descubre que su hijo de siete años no es en realidad su hijo. Se produjo un error en el Hospital el día en que nació: a ellos les dieron el bebé de otra pareja; el suyo vive con los otros desde entonces, en el seno de una familia más modesta y caótica. El dilema es claro: ¿deben intercambiar niños las parejas y quedarse con su hijo de sangre? ¿Es lo justo? El padre acomodado tiene claro que su hijo no puede seguir viviendo en ese hogar indigno de él: debe recuperarle como sea. Aunque sea a costa de sacrificar al que hasta ese momento ha crecido en su hogar.

A partir de este argumento que parece más propio de un telefilm, se construye una película maravillosa sobre el verdadero sentido de la paternidad. La película está contada con enorme sensibilidad y una naturalidad en las relaciones padres-hijos casi milagrosas: no pareces ver una película, sino estar inmerso en dos familias, con sus rutinas y sus pequeñas complicidades. Es una película llena de ternura, pero también cuenta el lado oscuro de la paternidad, de cualquier relación humana, en realidad: los límites del cariño, los sentimientos menos nobles (ego, inseguridades, competencia) que se esconde en el supuesto amor incondicional. Cuando el padre toma la decisión, ¿lo hace pensando en las necesidades reales de su hijo o de él mismo? ¿Puede más la sangre que el afecto?

La secuencia final, la conversación final entre el padre y el hijo, es lo más conmovedor que he visto en mucho tiempo. Gran película.